Shock o gradualismo, ajuste o productivismo, son alternativas sin sentido en la política económica actual porque no se dan las condiciones para los segundos términos de las duplas presentadas.
Gradualismo es que los cambios se hagan de a poco. Por ejemplo, que si se debe reducir el déficit fiscal en cinco puntos del PIB se achique un punto por año para llegar en cinco al equilibrio. Para que sea posible hay que financiar el déficit que va quedando y para eso hay sólo dos alternativas: pedir prestado o emitir dinero.
Ahora bien, Argentina no tiene crédito. El gobierno de los Fernández terminó con un aumento de la deuda pública récord de los últimos veinte años. De modo que ni pensar en prestamistas externos, que apenas proveen, por política, para zafar de un default. Y acudir al mercado interno conlleva el efecto desplazamiento, cuando el sector privado se queda sin crédito porque el Estado lo desplaza al endeudarse y sólo consigue dinero pagando altísimas tasas de interés. Tampoco está en condiciones de seguir emitiendo. Si la tasa de inflación anual rondara el 20 por ciento el gradualismo causaría poco daño marginal. Con una tasa cercana al 200 por ciento es jugar con fuego; cualquier desliz y se cae en hiperinflación o en corridas bancarias.
¿Y los impuestos? Serían parte de las herramientas de la reducción gradual del déficit, no del financiamiento del rojo que va quedando, por lo que no serán analizados ahora.
En cuanto a productivismo o no, la dicotomía parte de bases erradas. Primero, para que haya crecimiento debe haber cierta estabilidad. No es la situación heredada. Segundo, tampoco existen condiciones para la acción estatal directa. Piénsese en un enfoque keynesiano, al que adhieren muchos de quienes dicen que como el ajuste recorta gasto y por lo tanto genera recesión alientan fomentar el gasto.
Para que funcione también deben darse algunas condiciones. Una, que exista capacidad productiva instalada que pueda ponerse en marcha con rapidez. Otra, que pueda contratarse mano de obra con facilidad. Tercera, que haya confianza en el dinero. Ninguna se da en la actualidad. Ocupar la capacidad sin uso requiere estabilidad de precios para hacer cálculo, seguridad jurídica, como cualquier inversión, e infraestructura disponible. La toma de mano de obra, que los trabajadores no representen un costo excesivo por los aportes patronales ni por los juicios laborales. También que sean capaces de trabajar, en lo que no puede confiarse en general por la mala calidad del sistema educativo y la falta de cultura laboral, esto es, de esfuerzo continuado y la consecuente disposición para el cumplimiento de las obligaciones. Con respecto al dinero, cualquier suma recibida por una mayor emisión sería rápidamente sacada de encima con impacto en inflación y suba del precio del dólar.
El gobierno de Néstor Kirchner es un buen ejemplo de los límites de esas políticas. Los años 2001-2002 tuvieron muchos componentes de crisis de demanda agregada, esto es, de caída en el gasto. Se planteó revertirla con aumento del mismo, y como el sector privado no lo hacía se encargó de ello el Estado. Inclusive subiendo impuestos habría reactivación porque el gobierno sacaría dinero que los privados guardaban en exceso de lo usual (por precaución). Gasto adicional, no desviación del gasto. El problema es que si al mismo tiempo no hay inversión adicional en algún momento el aumento de la demanda por bienes no puede ser cubierto por la oferta de bienes y aparece la inflación. Eso comenzó a notarse en 2006 llegándose a la mentira de los datos del Indec desde 2007 hasta 2015.
Por cierto, no debe olvidarse que la reactivación, la toma de empleo privado y los famosos superávits gemelos de Kirchner le debieron mucho al ajuste real conducido por Eduardo Duhalde y Jorge Remes Lenicov. Sin él no hubiera habido keynesianismo exitoso en 2003.
Pero pese a los claros efectos negativos, desde 2006 los gobiernos continuaron aumentando el gasto público. Lógico. Por qué cambiar si se consiguen votos y se acumula poder. Así, lo crítico del modelo es lo político. Bombear gasto puede ser útil en algunas circunstancias, pero seguir haciéndolo cuando ellas cambiaron es perjudicial.
Lo descripto es consistente (no idéntico) con el pensamiento de la Escuela Austríaca de Economía para el ciclo económico. Por razones políticas se incentiva el gasto privado con tasas de interés intervenidas bajas, pero eso alienta inversiones ineficientes. Cuando éstas fracasan por su baja productividad la economía cae y con ella el gasto privado. Los gobiernos intentan revivirlo con una nueva baja de tasas que reanima el crédito, pero dirigido, de nuevo, a inversiones ineficientes, la economía vuelve a quebrar y el ciclo se repite. Alentar el gasto en una economía mal estructurada sólo mantiene vivas las distorsiones y no soluciona nada sino que genera las raíces de una nueva crisis. Sustitúyanse tasas bajas y gasto privado ineficiente por subsidios y gasto público ineficientes y se tiene el modelo kirchnerista.
Sin embargo, así como gradualismo y productivismo son imposibles hoy como estrategias, el ajuste solo no sirve. La historia del país lo muestra. Devaluación, recorte de gastos y suba de impuestos se hicieron muchas veces, sin resultados positivos duraderos. Entonces falta. Hay vacíos que llenar en reforma del Estado, desregulación, modernización laboral y apertura del comercio exterior como mínimo. Eso lleva tiempo, con lo que shock no quiere decir algo instantáneo sino que debe reinterpretarse como lo más rápido posible.
¿Se soportará esa demora? El ajuste esquematizado el martes puede ser recesivo en el corto plazo pero conducir a una reactivación si además hay una reforma estructural de la economía y del Estado. Y resultaría más aceptable si implicara sacrificios compartidos, no importa su monto agregado. Por ejemplo, si los embajadores políticos tienen un sueldo que ronda los 17.000 dólares mensuales, ¿no ayudaría en la consideración pública bajarlos a, por ejemplo, siete mil? El ajuste es necesario, pero debe valer la pena.